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El Panel de Robertokles

Micromegas

Cerca de 1738, un ilustrado francés presenta un memorial explicando que alrededor de la estrella de Sirio orbita un planeta no muy grande, de un tamaño veintiún millones seiscientas mil veces mayor que la Tierra, y que es morada de seres que siguen la misma proporción. A nadie escandalizará por tanto que dichos ciudadanos no levanten la cabeza más allá de una altura de treinta y seis kilómetros, vivan unos míseros diez millones y medio de años solares, y cuyos cuerpos minusválidos alberguen tan solo mil sentidos. Poco más se puede esperar de un planeta con trescientos elementos básicos en su tabla periódica y cuyo haz lumínico se descompone en unos insignificantes treinta y seis colores elementales.

Uno de los sirianos, que atiende por el nombre de Micromegas, es un estudioso, un filósofo en el sentido amplio de la palabra. Como consecuencia de haber escrito un librito científico, tiene problemas con la autoridad jurídico-religiosa de su país. El muftí (a ningún lector se le escapa que el título oculta al censor eclesiástico), «hombre muy escrupuloso y aun más ignorante» cree haber descubierto proposiciones heréticas en el tratado, siendo el punto en cuestión «si la forma substancial de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles». Naturalmente, como consecuencia de un conflicto tan tremebundo, el buen Micromegas es desterrado de su planeta. Siendo filósofo y adicto a la sabiduría, viaja por toda la Vía Láctea mediante su conocimiento de las leyes gravitatorias universales: tan pronto sube a un cometa sin pagar peaje, como salta de planeta en planeta como quien vadea un arroyuelo. Arriba por casualidad a Saturno, que es casa de enanos que sólo miden unos dos kilómetros, y cuyas entendederas son menores que las de nuestro viajero. Micromegas trama amistad con un sabio saturnio (entre nosotros: tiene un cierto parecido con Fontenelle), y juntos deciden viajar a la Tierra, ese hormiguero miserable.

Por la casualidad y por las artes del microscopio, detectan en la diminuta ridiculez del Gran Océano nada menos que un barco cargado de científicos franceses y suecos, que acaban de medir el grado meridiano de la Tierra (apenas 57,437.9 toises, o 111.946.467,1 metros). Se trata, aun cuando no se diga explícitamente, de la expedición que Maupertuis y Celsius efectúan en Laponia. Aun cuando el saturnio tema que tales seres no tengan entendederas, estos les demuestran ser apreciables geómetras: triangulando, miden la altura del saturnio; más tarde, la de Micromegas; también dan el peso del aire, la distancia (en grados) que hay entre dos estrellas concretas, conociendo además cuanto hay de la Luna a la Tierra. Micromegas y su colega no caben en sí de gozo. El tamaño, ahora les queda claro, no es determinante para que los seres del universo puedan razonar como es debido.

Pero lo certero del juicio de esos pequeños átomos pensantes se debilita a gran velocidad ante la siguiente pregunta de Micromegas: «Decidme qué es vuestra alma, y cómo formais vuestras ideas». A partir de aquí, la seguridad y la concordia de las hormiguitas humanas desaparece como por encanto, y se produce un babel horroroso sazonado por el delirio y la estupidez. Los malenbrachianos contradicen a los leibnizianos, los aristotélicos a los cartesianos; la guinda final la pone un tomista al informar muy serio a sus huéspedes alienígenas que «sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo había sido hecho únicamente para el hombre». Nada menos. Las carcajadas de los seres son imparables, y entre los estertores del pleno ataque de risa, el barco que sostiene con la uña Micromegas va a parar a su bolsillo; un bolsillo que naturalmente para Santo Tomás y sus sorbonitas estaría hecho para el hombre.

De este contacto con seres extraterrestres tenemos constancia por un escritor de cuarenta y cuatro años que el mundo conoce por el nombre de Voltaire. Atendiendo a que todavía le quedarían cuarenta años de escritura, bien podríamos calificarlo como un «Voltaire joven», dueño de un estilo desenfadado y burlón, no aquejado todavía por las oscuridades y el pesimismo de la vejez. No debió tener en mucha estima su autor al Micromegas, o quizás la consideró un entretenimiento menor apto sólo para el consumo de los amigos, porque retrasó su publicación hasta 1752. Heredera de la satírica literatura de viajes, que mediante la confrontación de realidades muestra el absurdo de la sociedad patria, Micromegas vuelve su mirada hacia los Gulliver’s travels, hacia el Viaje a la Luna de su compatriota Cyrano de Bergerac, hacia las Cartas Persas. Ahora, que la mirada de Voltaire no es la de un moralista puro: su estilo agilísimo pasa por un sinnúmero de cabezas para rebajarlas a todas con su divertidísima causticidad. Así por encima, recuerdo alfilerazos a Pascal, a Federico Guillermo de Prusia (el «Rey Sargento»), a Fontenelle, a Rollin, al vicario Derham, al jesuíta padre Castel, a Maupertuis (uno de sus favoritos), a los cartesianos, a los malembrachianos, a los leibnizianos (como no), a los seguidores de Aristóteles, a los adictos a Tomás de Aquino, al zar de todas las Rusias y al sultán de los otomanos. No está nada mal para un cuentecito que apenas ocupa veinte páginas en un libro de edición de bolsillo.

Pero si por un lado tenemos la crítica social contingente amparado en la ficcionalidad y en la lejanía de sus protagonistas extraterrestres, cuando no la sorna a personas determinadas, otro eje atraviesa este pequeño cuento volteariano: frente a estos seres tan desmesurados, tan llenos de capacidades, el hombre no es prácticamente nada. El orgullo y la vanidad intelectual, el hablar «un poco de lo que sabe y mucho de lo que no» se revela ridículo o absurdo. La ciencia puede darnos conocimientos certeros, pero es necio empeñarse en la arrogancia de poseer la sabiduría insegura de la metafísica. Voltaire se frena en este punto. El final del cuento es abrupto, pero por comparación con escritos de la misma época, casi podemos concluir que la conclusión volteriana aconseja resignarse a un papel modesto, sin aspirar a rompernos el cráneo con verdades ultraterrenas.

Al menos en los cuentos, a Voltaire hay que tomarlo como lo que es: un autor literario, frecuente polemista, creador de un mapa narrativo por el que deambulan viajeros por las tierras más inesperadas. La aventura es lineal, y consta (como el Pickwick de Dickens) de una acumulación de peripecias a las que puede ir sumándosele otras nuevas o restándole la mitad sin que eso nos añada nada nuevo de una visión del mundo ya predeterminada desde la primera página. El personaje está configurado, no cambia, no aprende: es siempre el mismo sabio o el mismo majadero, tiene una insobornable fidelidad a sí mismo. He visto de todo en los lectores de Voltaire, pero puedo hacer dos distinciones básicas: aquellos a los que nos gusta por lo que es, y quienes acaban disgustados porque no es lo que no es. Podemos imputar a un libro de pensamiento sistematizado sus ausencias; no así a una ficción narrativa. Lectores de toda ley hay en el mundo: en esta categoría, también hay sitio para los malos.

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