Blogia
El Panel de Robertokles

Ocurrencias varias

Estaciones, Centros comerciales

Como amante del tren, he tenido que sufrir ver desaparecer el encanto de la antigua Estación del Norte, y ver ocupado parte de su hermoso cuerpo por el asalto impío de los centros comerciales. La estación del NorteLos trenes ya no son lo que eran y, en un mundo al que han inoculado el feroz virus del coche, las magnas estaciones van quedando obsoletas; sus edificios, que elevaban sus cubiertas a las alturas para despejar el humo de las locomotoras, se demuelen hasta quedar a ras de un solar en el que pronto se levantarán los mayores adefesios: bloques de viviendas en el que las parejas o los seres solitarios se hacinan colocados en un espacio mínimo, espantos de aluminio y cristal que alojan oficinistas a tiempo completo, tremebundos centros comerciales para contener el ocio de los seres humanos, para obligarlos a que hagan una y mil veces las mismas idioteces.

Alguien me recordará que la estación mentada no es el ejemplo más bello de arquitectura civil, y que, durante sus cincuenta años de construcción, un nuevo proyecto venía a impostarse en el anterior, perdiendo con ello la línea natural de unidad. A la planta cuadrangular neoclásica, de las últimas décadas del XIX, se empastó, por necesidades puramente funcionales, un cuerpo que hizo que tomase al final la forma de «L» que todos los madrileños conocemos: una cúpula de cinc, soldada en planchas, corona la falsa torre saliente que los que contemplen el dibujo podrán ver más a la derecha. Eran aquellos días en los que no se reparaba mucho en la unidad, cuando los arquitectos trataban de hacer un trabajo honesto, y no una audaz floritura. Y ese es el encanto de la estación: que está concebida, que las sucesivas adiciones de bloques arquitectónicos responden a una demanda, a la necesidad de unos seres que tomaban el tren para viajar más allá de su ciudad. Viajeros con sus maletas de madera, con su equipaje en baqueteadas bolsas de lona, armados de todos los pertrechos imaginables se arracimaban en sus andenes, conversando, gritando adioses, agitando las manos, caminando silenciosos y cerrando la ventana corredera para no atosigarse con la carbonilla. Dentro del tren, los compartimentos ¿Cuantos de ustedes han tenido la oportunidad de viajar en un tren con departamentos, en esos habitáculos en los que se conversaba, se leía, se comía, se dormía, se desprendían ilusiones y malestares? Un viajero lee a Tácito, otro se entusiasma con la nueva novela de Galdós, el de más allá trata de seguir por entre la multitud a la dama que le ha cautivado (el particular método de seducción de los primeros años del XX: la persecución). Esas imágenes, hoy en día se han tornado espectros: son el reflejo de algo que ya no volverá.

Ahora vivimos un mundo torcido, en el que primero se idea el engendro, y más tarde se piensa en cómo atraer incautos. En el anchuroso cuerpo lateral que ven ustedes, se ha instalado un centro comercial, un babel de avenidas plagadas de luces que descienden hasta el infierno, que tratan de llegar al cielo, tienda sobre tienda sobre tienda. Paseo por allí incrédulo, creyendo vivir una alucinación dantesca. Ríos de compradores se derraman por doquiera, aullando enloquecidos como fieras rabiosas. Lo más importante: en sus fantasmales andenes nadie lee, nadie tiene tiempo para hacerlo. Me topo por casualidad con una tienda de libros (y de diarios, y de revistas, y de caramelos, y de quién sabe cuantas más cosas), en la que un cartel hace saber al visitante los libros que recomienda el negocio. Los contemplo con una mirada desoladora. Si esos son los que «recomiendan», da verdadero pánico saber los que «no recomiendan». Miro —desde fuera— los productos: manuales de autoayuda, libros de memorias de personajes televisivos (uno se sorprende: no sabía que esos fantoches tuviesen memoria digna de ser recordada, ni por ellos ni por los demás), novelones pseudohistóricos de parainvestigación escritos con la mayor de las negligencias.La estación del Norte Descontando las Memorias de mis putas tristes, de García Márquez, no hay ni un solo libro digno de tal nombre en todo el local. Ahora bien, que es normal.

Los cambios en las formas conllevan un cambio en el hábito. El gusto por la lectura, el amor por los trenes y el viaje conversado, cómodamente sentado sin tener que estar pendiente para no partirte la crisma en la próxima curva, el placer sosegado de quienes entendían el viaje como una experiencia en sí misma y no como un fastidioso trámite que hay que pasar para llegar a un hotel determinado llega a su fin. El avión —y es pavorosa la idea de un cacharro que se lanza por las alturas bien relleno de personas— es, por su propia naturaleza, un espacio que imposibilita la lectura. Luego, el destino, la prisa, el ansia por recorrerlo todo sin ver nada. Ojos que no ven, piernas que no caminan, oídos taponados con discman: la perenne, la insistente incomunicación. Ir a Siena y leer a Carducci en la Piazza del Campo...¡qué desatino en los tiempos que corren!

Tirar, tirarse, tirar de





Tirar, tirarse, tirar de


En castellano, tirar es verbo riquísimo: de incierta etimología, viene a significar, en su acepción mayoritaria, “arrojar lejos de uno” o “desechar”. Así, a la tonta, se me han ocurrido unas veintitantas acepciones y lexicalizaciones que provienen de tirar; no me interesa el catálogo completo (que puede ser enorme), sino centrarme en algunas expresiones e ir algo más allá de lo que va el diccionario.



Sin duda, todo hablante de español que haya paseado por las calles habrá escuchado frases del tipo ha tirado su vida, o incluso (si esas calles son las del barrio bajo) Fulanito es un tirado. Volvemos a los significados básicos de arrojar o desechar. Del mismo modo que, en el imaginario colectivo, la vida es un caudal que ha de atesorarse, guardarse (estas lexicalizaciones son sumamente conservadoras), aquel que tira su vida no hace, a juicio de la sociedad, un aprovechamiento suficiente de las oportunidades que el tiempo –se supone— le ha ido brindando. Tenemos aquí un retorno a la espantosa fábula de la Cigarra y la Hormiga: quien no atesora, quien no aprovecha, desecha, arroja lejos de sí las oportunidades sociales para situarse o para colocarse (el verbo, en continuo retroceso en este uso, considera a las personas como si fuesen poco menos que jarras en la alacena de la vida) en una posición social suficiente. Uno puede tirar su vida si no se casa en una buena oportunidad de hacerlo, si no se parte los cuernos por conservar un puesto de trabajo atractivo (al juicio externo), si no hace nada constructivo en la vida (véase lo peligroso, tendencioso y segmentario de tal aseveración). Quizás sea en el barrio humilde, donde la vida se entretiene en vapulear a sus ocupantes, el lugar en el que la sustantivización del participio (ser un tirado) adquiere connotaciones más dramáticas: son tirados los alcohólicos, los drogadictos, las prostitutas, en definitiva, las personas que viven en la marginalidad que se extiende más allá del lumpenproletariado (aquellos en los que Marcuse depositaba sus últimas esperanzas revolucionarias). En todas estas propuestas se edifica una imagen: los tirados, los que tiran su vida, se arrojan lejos de sía si mismos en una esquizofrenia delirante, no muy lejana a cuando uno se tira por un puente, o se tira a las vías del tren. Aquí, el objeto a lanzar es uno mismo, uno se empuja todo él para allegarse a la perdición, sea social o vital.



Pero también vemos el acto de tirar, cuando se le añade los pronombres reflexivos me, te, se, bien en sus formas proclítica o enclítica, vale por copular, dándole un valor desenfadado o aún despectivo: Se tiró a Menganita, o Me apetece tirarme a Zutana no dan una idea aproximativa la valoración del acto (como podría parecer lógico), sino que el verbo un látigo del escarnio para la pareja ocasional. La sensación de desprecio, la intención de desechar o de verter por tierra a la persona contraria es palmaria. Tal locución conlleva la expulsión del campo de la igualdad consubstancial entre seres humanos para desterrarla al mundo de los objetos o de los animales, que en el habla común son nuestros inferiores jerárquicos. Es lícito decir (no me meto en juzgar el acto: analizamos el uso del idioma) se tiró a la cabra, pero…¿puede uno tirarse (cuando habla de sí) a aquella de la que está enamorado? ¿Qué es lo que se lanza, se desecha aquí (investigo la licitud de la pregunta)? ¿Es realmente al parternaireocasional a quien se elimina de toda consideración? ¿Es justo o exacto decir –más allá de lo inconcebible de la locución— que un jeune ménage se tiran el uno al otro? ¿Por qué este desapego se contempla solo en una dirección al tiempo, y no se puede construir desde un punto de vista recíproco?



La tercera construcción que me gustaría tocar es la que se emprea con la preposición de: tirar de navaja, o de pistola, en argot quiere decir sacar un arma con intención manifiesta de usarla. Más allá de la petulante exhibición o de llegar a la advertencia criminal (que es la última forma de diplomacia), aquel que tira de cuchillo, lo haya meditado o no, ya ha tomado la decisión lesiva. Visto que ambas acciones suelen hacerse con el brazo en el máximo de su extensión, el arrojar al que llevo dando vueltas se opera en un sentido figurado. Se proyecta el brazo armado lo más lejos posible de uno, pero no se lanza el arma (como en algunas películas, en las que, tras el intercambio de disparos, uno de los rivales queda sin balas y trata de causar daño a su oponente ¡despidiendo la pistola como si fuese una piedra!). Uno tira de navaja, y aún tira un navajazo (la acción de tratar de herir con este arma firmemente agarrada), pero no la suelta, no se desprende de ella mandándola por los aires en dirección al enemigo. Y en tanto tirar el cuchillo significa, simplemente, desprenderse de él, soltarlo, rendirse, tirar de él es emplearlo hasta las últimas consecuencias (o hasta las primeras: el uso de los cuchillos, si se llevan en el vestuario, o de las pistolas no es otro que el letal).